En un año, el papa Francisco ha cambiado la imagen de la Iglesia católica, devastada por los escándalos, con una revolución pacífica marcada por un lenguaje directo y sencillo, aunque numerosos expertos y católicos recalcan que aún falta mucho para adaptar al mundo moderno a una institución anquilosada.
El Papa argentino, «venido del fin del mundo», como él mismo se definió, que prometió una «iglesia pobre para los pobres» pocos días después de su elección la tarde del 13 de marzo del 2013, cuando apareció con una cruz de hierro en el balcón de la basílica de San Pedro, ha despertado grandes expectativas y muchas esperanzas entre los católicos de todo el mundo por sus gestos de apertura y sus palabras tolerantes.
El primer Papa jesuita y latinoamericano de la historia ha cumplido con regularidad en el Vaticano el tradicional protocolo de ceremonias y visitas de Estado que le impone su papel de líder de más de mil millones de católicos.
Paralelamente ha sido capaz de romper los moldes, de improvisar y hablar sin tapujos durante sus homilías matinales y ángelus dominicales contra las injusticias sociales, la falta de ética y hasta de los chismes, intrigas y afán de carrera que tanto han desacreditado a la Curia Romana, la influyente maquinaria vaticana.
El Papa que ha concedido entrevistas exclusivas a los tres principales medios de prensa italianos, que se define «una persona normal», que abandonó todo lujo y circula en un automóvil común, atrae a multitudes a la plaza de San Pedro, generando lo que muchos han calificado de una verdadera «franciscomanía».
El ángelus del domingo se transformó en el programa más visto de la televisión pública italiana.
Durante las audiencias de los miércoles, cuya asistencia ha aumentado del 30%, besa niños, saluda a amigos, abraza a políticos. Pasó a la historia la foto del Papa que besa el rostro de un enfermo de neurofobromatosis, un gesto de compasión inédito, tan popular como las llamadas telefónicas a desconocidos que le escriben.
De cara al tímido «abuelo sabio», como llama a su predecesor, Benedicto XVI, con el que convive dentro del Vaticano tras su sorprendente renuncia, Francisco se presenta como una persona extrovertida, que no teme controversias, que aborda temas tabú para la iglesia, como la homosexualidad, inclusive la de los curas, el alquiler de vientres, las madres solteras y hasta su rol de Papa infalible.
«Dicen que está desacralizando la función del Papa, que es demasiado accesible», recordó recientemente el vaticanista italiano Andrea Tornielli, de la página internet Vatican Insider.
Se trata de las primeras críticas a un estilo de papado que oscila entre lo folclórico y lo moderno, que para algunos observadores latinoamericanos es «peronista», por aquello de proclamarse como el «abanderado de los humildes», y presentarse a la vez como conservador y progresista.
«Es un pontífice calculador», resume Sandro Magister, el experto en asuntos vaticanos de la revista italiana L’Espresso.
Si bien no caben dudas de que la imagen de la iglesia cambió en un año, han surtido muchos interrogantes sobre la modernización moral y social que Francisco quiere llevar adelante dentro de la entidad.
Como primera medida el Papa impulsó un gigantesco debate sobre la familia, convocó dos sínodos, envió un cuestionario a todos los obispos sobre las «nuevas formas de familia», por lo que se esperan importantes decisiones sobre ese tema candente.
La Iglesia católica deberá responder en un plazo no muy largo y con medidas concretas a las esperanzas de los divorciados que se vuelven a casar, a las madres y padres solteros, a las parejas de hecho, a los que defienden la contracepción.
Pero plasmar en gestos concretos las palabras de Francisco no es una tarea fácil para una organización que ha sobrevivido dos mil años y cuyas transformaciones son viables a largo plazo.
La batalla a favor de la reforma de la desacreditada Curia Romana y de sus controvertidas finanzas, acusada de corrupción y blanqueo de dinero, ya comenzó.
Para ello creó una suerte de ministerio de Economía, con un equipo mixto internacional de cardenales, obispos y expertos auditores, de manera de acabar con el ancestral centralismo de la Iglesia y favorecer la transparencia financiera y administrativa.
Todas esas medidas las ha tomado por recomendación de varias comisiones lideradas por cardenales de toda su confianza, muchos de ellos latinoamericanos, un método inusual dentro de los palacios pontificios. Se trata sólo de primeros pasos, cuyos resultados están aún por llegar.
Los más duros y críticos con el pontificado han sido las víctimas de los curas que han abusado sexualmente de ellos y que piden medidas más contundentes contra el fenómeno y no se resignan a aceptar los pedidos de perdón y las promesas de «tolerancia cero».
Ellos piden la cárcel para todos en todos los países, mientras el movimiento ultraconservador Legionarios de Cristo, emblema de esos abusos, se renovó con la bendición papal.